Siendo las 4:00 AM de una madrugada helada, cuando no quedaba más que ese cielo negro con nubes color plomo, viento que se cuela hasta los huesos y el estómago vacío, ella se dio cuenta de que el amor ya casi había desaparecido de la faz del planeta.
Un violín sonaba distante, en el infinito. Una melodía tristísima se desprendía de su cuerpo vacío, de las cuerdas estiradas, de los dedos del que lo tocaba. Después de unos minutos se apagó, se perdió en la memoria. Nada más quedó aquel silencio insoportable que lastima los oídos tanto como el ruido apabullante. Así que ella se adentró en ese sueño que es el recuerdo; aquel que evocamos para sentirnos felices y entristecernos, aquel incomprensible masoquismo sin el cual nos sentimos vacíos y sin vida. Sabiendo que a veces el recuerdo se convierte en añoranza, en deseo, en obsesión; decidió localizar al intérprete de aquella historia interminable, el héroe de pesadillas que te salva de las garras de la soledad, aquel que acostado a tu lado te enseña a amar, a odiar, a desear. Caminó por las calles solitarias de la Gran Tenochtitlán. Caminó debajo de los faroles que lanzan una triste luz amarilla al transeúnte. Caminó hasta la banca en la que él se sentaba, cerveza en mano, violín abandonado, ojos cerrados.
Ahora él debería decir algo. Debería decir algo. Él también recuerda, también añora.
Siendo las 4:35 AM de una madrugada helada, cuando no quedaba nada más que un parque triste, el estómago revuelto y un recuerdo que se aferra a una lucha perdida contra la realidad, el violinista asesinó con un silencio todo lo que quedaba de amor en la tierra.
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