lunes, 7 de marzo de 2011

Declaración

Esa noche el viento acariciaba las copas de los árboles y la hierba del jardín. Yo miraba por la ventana y me preocupaba por los pétalos de las flores, pues sabía que se irían con el viento a donde nadie pudiera apreciar su belleza. Este y otros pensamientos corrían por mi cabeza cuando te oí toser, y me acerqué a tu cama para darme cuenta de que aún no morías.

El movimiento sutil de mi cuerpo te despertó y me miraste con esos ojos tristes, ojos de fiebre, de moribundo que no acaba de irse. Trataste de hablar pero no podías: llevabas días sin poder.

Desde el día que llegué a tu casa para cuidarte no supe qué decir. Todas las personas que te visitaron mientras yo estaba ahí hablaban con tu cuerpo inerte, lloraban, te decían cosas lindas, te daban ánimos. Pero yo no. No porque no lo sintiera sino porque no podía expresarlo. No podía expresar el sentimiento encontrado que me producía tu enfermedad: miedo a perderte, una ligera satisfacción por que eso pasara, un terror al darme cuenta de que no te extrañaría como los demás y un deseo incontrolable de mantenerte a mi lado. Pero no así; no atado a esa cama, a ese tanque de oxígeno, a esa dieta de pollo cocido y arroz.

Me miraste como si no pudieras reconocerme: miraste mi vestido violeta y mi peinado estirado. Miraste mis labios y mis ojos y supe que te gustaba como siempre te había gustado. Pero yo no quería gustarte. Esa idea me había incomodado toda la vida, desde que teníamos 12 años y corríamos por la casa del tío Raúl y tú me tocaste. En ese momento no podía entender por qué ahora que estábamos creciendo tú me deseabas si yo simplemente te quería como lo que eras: mi primo, hijo de mi tía, sobrino de mi madre. Pero pasaron los años y seguimos riendo y llorando juntos hasta que yo cedí y dejé que cumplieras el sueño de tu tardía infancia, y tú fuiste tierno y duro, me besaste y me mordiste y me arrancaste de la inocencia con fuerza y dolor, y yo me enamoré de ti, pero tú no te enamoraste de mi.

Teníamos 17 años y yo era una mujer tonta y enamorada. Te dejaba fantasear, tocar y experimentar a mi lado y en secreto pensaba en que algún día aceptarías que nos amábamos sin importar los lazos de sangre. Pero nunca lo aceptaste, quizá en realidad nunca me amaste. Poco tiempo después viniste a la Ciudad a estudiar y yo me quedé en la Hacienda y después me casé con Pancho y tuve a Joaquina y a Manuel. ¡Qué difícil era todo! Ahora mis hijos tienen sus propios hijos, Pancho murió y yo envejecí, pero seguía riendo a tu lado y llorando a tu lado. Lamento mucho que las cosas no funcionaran con tu mujer, lamento mucho que con toda tu alegría te quedaras solo en esta enorme casa con jardín que pudo haber sido de nuestros propios hijos, pues yo me hubiera quedado siempre a tu lado, a pesar de tu alcoholismo y de tus arranques de mal humor porque se te iba pudriendo el cuerpo y tú no podías detenerlo. Me hubiera quedado siempre contigo así como estaba en ese momento cuando me habló mi mamá y me dijo que ella no podía cuidarte, que sus achaques, que su propia enfermedad, que si no se qué tantas cosas más. Así que vine y empecé a cuidarte día a día, sin saber qué decirte y a agradecer que tú ya no pudieras hablar porque quién sabe qué me hubieras dicho.

Mientras me mirabas vi en tus ojos el antiguo deseo; el de tus doce años con tu cambio de voz y tu cuerpo largo y feo; el deseo con que me miraste los pechos que apenas iban creciendo, el de tu mano grosera adentro de mi vestido; el deseo que tanto me aterró y me fascinó, el que me persiguió por tantos años; los ojos que extrañé en la primera noche que pasé con Pancho.

No me quedaba otra opción: cerré la manija del tanque de oxígeno y esperé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario